© Norma Segades – Manias
Enero de 2011

Prólogo: Gregorio Echeverría

Una mirada sesgada de la Totalidad otorga a estos textos de Norma Segades la riqueza de un haz de luz plural filtrando una y otra vez a través de prismas imprecisos, a veces tentadores, de repente casi obscenos y siempre indefiniendo y proponiendo a la vez que dispara la voz con la precisión mortífera (¿mirífica?) de un bisturí. De un bisturí laser embebido en lociones góticas y revestido de ropajes barrocos.
El manierismo delicado de la pluma unta y unge al mismo tiempo, rotando los sintagmas y pervirtiendo los semas al punto de arrastrar al lector en el girar enloquecido de carrouselles de coordenadas encontradas, permanentemente congeladas, fervorosas y mutantes. Entrar es fácil. Salir demanda dejarse llevar por la correntada, asumiendo el riesgo de errar ad líbitum los rumbos, enceguecidos por el Verbo y por su Luz.

Gregorio Echeverría / Tigre, enero 2011

Demonios.

Jugando con el gato junto a la chimenea, no parece atender a la tertulia que sucede a la cena. De bruces, sobre la suavidad de las alfombras, ambos pugnan por breves propiedades: retazos de una manta, la pelota, el ovillo de lana arrebatado al cesto del tejido. Aislados por completo de las voces.
Hace ya algunos meses que sus padres, como nuevos patrones de la estancia, ofician de anfitriones, el domingo. Un pretexto cualquiera para relacionarse con la dueña del diario, el intendente, el cura del poblado.
-Cuando esta jauría de sacrílegos que se definen como pluralistas, se atreve a desafiar instituciones, se vuelve más temible. Por eso es necesario cerrar filas. Apoyarnos los unos a los otros. Ya estoy harta de tantas crispaciones. De tanto cotidiano enfrentamiento. Del odio que atraviesa nuestras vidas. De la discordia y la desavenencia.
A la luz de las lámparas antiguas, sentados todavía frente al mantel desierto, los dignos invitados saborean una infusión traída por las criadas, mientras que las astillas de sus frases resquebrajan el aire.
Cansado de caricias que extenúan su identidad indócil, los pelos espinosos y el rabo levantado, el compañero escapa en busca de un refugio que lo aleje de amores irritantes. Dejándolo, de pronto, abandonado, absorto ante las llamas. Infierno que no alcanza para fundar el miedo en las rojas mejillas de su infancia.
-Lo que es a mí, un par de advenedizos sin conciencia moral o religiosa no van a convencerme con discursos. Nadie dice que sea reprochable multiplicar ganancias. Es cuestión de efectuar comparaciones entre oferta y demanda. Y si mal no recuerdo, no soy yo la persona que deba preocuparse por la soberanía alimentaria.
Quitándose el flequillo de los ojos, observa de soslayo los bordes del mantel ornamentado con plenos ramilletes de flores en capullo.
Sonríe para sí, imaginándolo entre la corpulencia de las sillas. Tratando de pasar inadvertido junto a esa seriedad de extremidades que superponen gestos y posturas solemnes, respetables.
Esquivando los ojos correctores y las probables recriminaciones se desliza, furtivo, tras las huellas.
Lo descubre acechando en la penumbra. Lomo arqueado. Alertas las orejas. Las pupilas brillantes, dilatadas. Los bigotes erguidos.
-Almas sin salvación y sin escrúpulos timoneando el destino de los pueblos. Pero el señor es grande en su clemencia. Hay que pensar un sitio de reconciliación definitiva. Proponer la concordia. Orar por el perdón de los pecados que hasta la santa madre ha cometido a través de sus hijos. Hombres de fe que erraron el camino. Daños colaterales de una guerra que sembró el desaliento, la sospecha y nos veda el olvido.
Evitando ser visto, se traslada de hinojos, apoyado en las palmas.
Luego de acostumbrarse a la penumbra, una señal de hedores amarillos, un efluvio a nidada corrompida, siseando, a ras del suelo su estricta pestilencia, lo toma por asalto.
El animal está aterrorizado. Avasalla exaltado su regazo, en busca de un pasaje que lo aleje del sitio donde el frío se torna insoportable.
Asido al crucifijo, casi petrificado en su sorpresa, ninguno de sus breves arañazos le arrebata un gemido. Ni siquiera un suspiro que pueda delatarlo.
Ha observado, surgiendo de las sombras, los cascos destronados, las pezuñas cabrías.

Desdoblamiento.

Las luces que se filtran de la calle delinean los labios semiabiertos, la nariz arrogante, las mejillas que exponen el caos de sus pecas.
Agitado, impaciente, gira sobre sí mismo tantas veces que el cabello rojizo se amotina, quebranta la quietud de las almohadas.
Sumergido en los círculos del sueño, deambula por las pieles de un planeta aluvial, recién parido. Un mundo tan extraño, tan lejano, que no ha nacido el hombre todavía. Que los lagartos no imprimieron rastros sobre el légamo oscuro.
Todo es una imprudencia ingobernable en la que los terrones, jornada tras jornada, continúan moldeando las formas de la vida.
De a ratos se escabulle, entre las hendiduras, agua en ebullición, gases de azufre que preñan las entrañas de las nubes. Y el cielo adquiere visos de tormenta. De lluvia inexorable.
Lejos de la prisión de sus rutinas, el colorado observa con asombro ese horizonte apenas alumbrado.
Las pupilas recorren los taludes, las altas serranías a cuyos pies se inmola la obediencia del musgo. Donde los tallos de las enredaderas celebran la impiedad de su espesura. Donde se desenfrenan los latidos de todos los rizomas en que habita el helecho. Donde pujan su esencia las esporas hacia una epifanía de urgencias y marañas.
Su mirada persigue los regueros que caen al abismo esculpiendo hondonadas. Socavando. Tallando los contornos de las rocas.
Forjando con estricta resistencia cada derrocadero, cada hoya, cada sima en la hondura del estruendo.
Sentado sobre un tronco apenas sumergido advierte el transcurrir de este espejismo en los breves oleajes de la charca.
Resuena en su cerebro la voz de la maestra definiendo: -Grupo de artrópodos fósiles que vivieron durante el Paleozoico y se extinguieron antes de la llegada de los dinosaurios. Y el sonido uniforme de los tacos yendo y viniendo por el salón de clases. Y los ojos saltando las murallas del hombro. Descubriendo al instante a aquel que se ha olvidado la sílaba precisa en la que se acentúan las esdrújulas.
Desvanece el recuerdo de la escuela con el desplazamiento de una mano. No admite interrupciones. Pues si bien está solo en esa soledad de soledades, no siente miedo alguno.
Armado de una rama, despeja de escorpiones y de arácnidos la senda que le niega la evolución confusa del follaje.
Por porciones brevísimas de tiempo se cobija debajo de las hojas y disfruta el diluvio que se abate encima de los verdes corazones que guardan el secreto, la desnuda memoria de la savia.
Y después continúa merodeando, brincando por la costa, profanando a su paso el sedimento que cubre los peñascos mientras escucha, atento, el crujido de los caparazones bajo los pies descalzos.
El colorado rueda nuevamente.
Se estremece debajo de las sábanas.
Como único testigo de su viaje ha quedado una huella tatuada en las arcillas.
Su pisada aplastando cuerpos de trilobites extinguidos millones de años antes que comience la historia.
Y los restos de fango entre sus dedos cuando se desperece la mañana.

Oscuridad.

En las tierras más altas transcurren las edades del invierno.
Temporada de rachas y celliscas, reinado pertinaz donde el cierzo convoca a arrebujarse debajo de los paños.
A cobijo de truenos y relámpagos. De nubes agoreras.
Los balidos dejaron de escucharse desde las soledades del crepúsculo.
El valle está sumido en el silencio espeso que precede a la cólera.
Solamente se escucha, cada tanto, el ulular de un búho y el silbido del aire entre las lápidas que rodean las ruinas.
Detrás de la abadía, la silueta del monje se perfila, alta, delgada, oscura.
Aún es un hombre joven.
Cubierta la cabeza rasurada por la basta cogulla, en el rostro anguloso, de nariz y barbilla prominentes, se destaca el color de las pupilas. Profundamente grises, agónicas, intensas.
Avanza por senderos ocultos en los pastos hacia los viejos muros devastados que recorta la luz del horizonte.
El lateral derecho de la nave se oculta en la negrura. Tallos de enredaderas abrazan los pilares, los arcos en ojiva, las paredes.
Pero ya no hay rosales, nivalis, rododendros. Solo la sombra crece. Y el tenaz deterioro de la torre.
Desde salientes en los ladrillones, los ojos de la noche observan ese avance cauteloso que traspasa los pórticos hasta alcanzar las rotas escaleras. Un impulso que trepa los peldaños apresurando el ritmo para arribar al claustro.
En estas coordenadas, donde siempre es la víspera del día de los santos, el paso sigiloso es apenas un lúgubre espejismo, una pena sin nombre ni sosiego que lleva incorporada en el recuerdo la imagen demoníaca, el gesto admonitorio, la fiereza sin freno con que el abad dictara su sentencia en el mismo fatídico momento en que lo descubriera yaciendo con mujer sobre el camastro.
Yaciendo con mujer apetecida.
Con mujer codiciada por conciencias culposas, denunciada a la furia que se aguza en la penumbra del confesionario. Padecida hasta el odio, hasta el flagelo en la piel de los frailes. Hechicera de labios voluptuosos, de pupilas confiadas, de cabellos cayendo a las espaldas como sutil llovizna de verano.
Con mujer que guardaba en las entrañas la semilla de su hijo. Y cuyo nombre nunca pronunciaron después de aquella noche. Ni se inscribió jamás en los anales. Ni tuvo tumba alguna. Ni rituales. Ni rezos. Ni memoria.
Por la ausencia de vigas y techumbres, un resplandor vivísimo ilumina la celda.
La misma en que lo hallaron cuando la podredumbre ya no pudo encubrirse. Delatado en la muerte por esa misma carne que lo indujo al pecado. Esa carne que nunca doblegaron las púas del cilicio.
La misma celda en la que su escarmiento horrorizó a los otros.
Aquellos que debieron enfrentarse a la locura de romper su osamenta y evitar sepultarlo en posición de feto. De cubrirle las manos, los dedos, los nudillos, las uñas arrancadas por su desesperanza contra el muro reciente. De ocultar bajo un velo las huellas de las lágrimas surcando sus mejillas cubiertas por el polvo de ladrillo.
Con fuertes remolinos la tormenta se abate sobre el valle. El graznido de un cuervo busca refugio bajo un ángel roto.
Como todas las noches de su angustia y hasta el fin de los tiempos, el monje se arrodilla junto al muro que sella la hornacina.

Fantasma.

La soledad se abate sobre esta indefensión con que los árboles permiten que el otoño los desnude.
Se escurre una llovizna despaciosa entre los laberintos de las lápidas, algunas cruces celtas, pebeteros, pilastras de alabastro, obeliscos del viejo cementerio donde los rododendros dejaron de dar flores.
Discreto, melancólico, el cortejo abandona los bordes de la tumba y permite que la cuadrilla de sepultureros cumpla con su rutina de sigilo y prudencia.
Vistiendo un traje negro, con los ojos rojizos y la cabeza gacha, arrastrando los pies con pesadumbre sobre la grava del sendero, el viudo es el que cierra el acompañamiento. Se puede ver de lejos la cabellera rubia y el andar agobiado.
Va pensando en su esposa, en su credulidad a toda prueba, en el amor sumiso y abnegado con que colmó sus días. En la preocupación por no poder legarle el hijo que deseaba. Alguien que acompañara el tiempo de clausura que sucede al dolor de las ausencias.
No puede detenerse en otra cosa que no sea el recuerdo de su rostro casi irreconocible, el cuerpo fracturado, cada magulladura de la carne cubierta por la piel de la mortaja… Después de la rotura del neumático y del desplazamiento dando tumbos hasta la hondura del despeñadero.
Siempre tan entusiasta e inocente. Tan incapaz de imaginar traiciones, de recelar de gestos, de miradas, del timbre en el teléfono a deshora.
Mientras las amistades lo palmean, lo abrazan y formulan las huecas condolencias protegidas debajo del paraguas... en tanto enjuga el fruto de su llanto con la tela sedosa del pañuelo que cobija en el hueco de esas manos, heridas en su afán por liberarla del vehículo que ofició como féretro… cuando desenmaraña con sus dedos los cabellos un tanto desprolijos… sólo piensa en su esposa.
En ella y su molesta mansedumbre, víctima vulnerable para la intemperancia, los desprecios, el sarcasmo afilado con que su voz la abofeteaba a diario.
En ella y su obsesión por darle un heredero con el que compartiera el apellido, la existencia, el linaje, los caudales.
En ella y su infinita estupidez vagando soledades en la alcoba. Esa sonrisa afable durante las comidas. Esa absurda mirada de cordero temblando de impotencia ante el desgarro.
En ella y el asombro desmedido de enfrentarse a los puños sedientos de su sangre. Los que le sustrajeron la conciencia.
En ella y el letargo donde intentó asilarse en tanto la codicia seguía, paso a paso, el guión de un homicidio bien planeado.
Sabe que ahora deberá calmarse. Sobrevivir a todas las liturgias que establecen los duelos. Continuar ocultando la alegría de andar su libertad sin tener ante quien justificarse.
Casi inconscientemente estrecha con firmeza algún par de congojas que le faltan y se desliza al interior del auto.
Con la última palada de lodo irrespetuoso sumándose al montículo, un estremecimiento sacude la apatía de los enterradores. El soplo de aire frío surgido del subsuelo gira entre la hojarasca. Arranca los listones a las ofrendas fúnebres con sus uñas de sombra. Sisea alegremente entre los abedules y los fresnos. Sigue las huellas del acompañamiento para evitar perderse en la penumbra.
Ha llegado el momento de regresar a casa.

Identidad.

Para Silvia Loustau

En la arcada compuesta por enormes ladrillos, una antigua mayólica exhibe en tinta azul la estrella de David y la menorah.
Los jóvenes turistas, sin mirarla siquiera, ascienden por la fresca callejuela que conduce a las torres de San Juan de los Reyes.
Avanzan presurosos hacia el Hotel El Greco, tradicional casona toledana emplazada en el centro de lo que fue la antigua judería.
Luego de registrarse, ubican sus mochilas y maletas en tanto acuerdan turnos para tomar sus duchas.
Ella se esmera en ubicar la ropa dentro de los armarios mientras escucha a su hombre, divertido, canturrear bajo el agua.
Piensa que aunque consuma sus recursos de profesora sudamericana, sin duda este será su veraneo. Diferente. Perfecto. Inolvidable.
Por fin se siente a salvo del profundo misterio que rodea su origen. Protegida de dudas y secretos. Alejada del odio que hiende sociedades.
En su país, durante largos años, tejió la intolerancia la urdimbre de los miedos. Los secuaces del odio arropaban en ella la orfandad de los niños que nacían en medio del tormento. Y en la complicidad de los eclipses, lanzaban sobre el río velámenes de pájaros cegados por haber conducido, a puro impulso, las huestes de sus sueños.
Eterna sospechosa de haber venido al mundo en cautiverio, siempre deseó peregrinar por sitios donde esa historia le quedara lejos.
Por eso, antes del nacimiento de su niña, quiso viajar al sitio donde el Tajo, la luna, los adarves, las leyendas, parecían llamarla por un nombre secreto.
Las pupilas azules se detienen un rato en la ventana para observar el parque que se extiende debajo del alfeizar. Pero no advierte un tránsito en las sombras, el suave aceituní de los pañuelos, los bordes de una pena redonda y amarilla junto a la simetría de los álamos.
Intercambia caricias con su esposo en la puerta del baño y, antes de introducirse en la neblina, adivina el sonido del cansancio metiéndose en la cama.
Dispone zapatillas y vaqueros y suéter y camisa sobre el mármol. Cuelga sostén y braga del perchero. Y al punto se sumerge bajo las largas lenguas de la lluvia que le acarician vientre, senos, glúteos, caderas, en una ceremonia interminable.
Permanece durante largo rato aislada en un hechizo placentero, envolvente.
Hasta que el eco breve de un sollozo despierta en el recuerdo una estancia vestida con tapices para atenuar lo helado de las piedras. Es un eco que intenta perturbarla con una hostilidad enardecida, topando como ariete contra los altos pórticos, Es un eco que arraiga hedores de un espanto fluyendo por las calles mientras las hordas del resentimiento enarbolan sus cruces y cuchillos. Un eco que eterniza los ecos repetidos: "A muerte los marranos".
A través de los muros, manos imperceptibles deslizan atavismos por sus pieles. Examinan al tacto la semilla que despierta y comprende y reconoce las voces monocordes trepando desde el fondo de los tiempos.
Envuelta su figura entre las amplitudes de la bata, no intenta imaginar explicaciones acerca de la estricta certidumbre que le otorga refugio y pertenencia.
Surgiendo de esa herencia de centurias que estalla en atabales y gaitas y guiternas, descubre que conoce la liturgia. Murmurea en ladino. Contentos los sus ojos favla consigo misma.
Después de cinco siglos, finalmente, regresó a Sefarad.



Robo.

Como todos los viernes en la noche el bar está colmado por oficinistas, profesores, empleados de comercio, jóvenes que eligieron esta noche entre todas las noches de su dura semana para pasarla bien y descubrirse.
En la atmósfera densa fundada por el humo flotan suaves fragancias que alientan el contacto.
Incapaz de advertir ninguna cosa que no sea ese rostro difumado entre las bocanadas de tabaco, espera por el tiempo en que sus ojos terminen encontrándose.
Piensa que habrán de suceder las pieles, la atracción, el encanto, las seducciones del deslumbramiento. Imagina que, de alguna forma, están predestinados. Nacidos a encontrarse en su mundo de encastres solitarios.
La observa con un aire de avaricia tal como si no hubiera ninguna otra mujer para sus sueños. Pero ella, distraída, desatiende el total sometimiento que irradia su mirada.
Sin embargo, toda tenacidad rinde sus frutos. Y al cabo de una etapa que le parece eterna la fuerza del llamado consigue que ella gire la cabeza.
Bajo las mechas de cabello oscuro, esas pupilas verdes centellean, refulgen, encandilan, lo envuelven en la esencia de sus fuegos.
Veterano en combates y estrategias, lo considera un gesto suficiente como para acercarse con premura a su espacio en la barra.
Con el pretexto de pedir un trago se ajusta a la estrechez que le resigna el sitio entre banquetas.
Es un buen cazador, después de todo. Acostumbrado al puntual cumplimiento de las reglas, da comienzo a los ritos del cortejo. Atenciones, requiebros, roces leves sin perder la sonrisa ni el aplomo. Manteniendo el control sobre la presa.
Cuando salen, despacio, hacia la noche, la resguarda al amparo de su brazo derecho. Así se internan en la calle oscura, rutinaria, propicia, diferente, que comienza a cubrirse con los copos de una inicial nevada.
Al llegar a la esquina, debajo del semáforo, se inclina justo al borde de sus labios para robarle un beso.
Frente a la casa a oscuras, la mujer se detiene. Hurga en el bolso hasta encontrar la llave. Y, sin mediar palabra, descorre los pestillos.
Simulando una cierta displicencia acepta disfrutar la última copa a resguardo del frío. Sonríe con malicia mientras se queda a solas viendo como se aleja el cuerpo joven con el burdo pretexto de quitarse el abrigo.
Después de saborear, de deleitarse, de degustar a fondo la bebida, deposita el cristal sobre la mesa.
Ha llegado el momento de buscarla.
Abandona bufanda y gabardina sobre el sillón enorme e intenta recorrer con paso firme el largo de la sala.
Pero al cruzar la estancia experimenta una torpeza extraña. No domina las piernas. Trastabilla.
Aún alcanza a observar junto a la cama el bolso y los zapatos antes de desplomarse, sorprendido, frente al cuarto de baño.
No logra comprender lo que sucede. Necesita pensar, buscar respuestas, recordar el origen del encuentro, el especial sabor de la bebida.
Lo interrumpe la puerta que se abre para enmarcar, con una luz intensa, la figura descalza, la camilla, los pulcros instrumentos, la bañera cubierta por los cubos de hielo.

Domingo.

Durante el breve lapso en que la sombra rodea su figura, disfruta del cigarro. Los ojos son dos cálices sombríos frente al embarcadero del estanque.
El monumento al rey Alfonso XII apenas si comienza a despojarse del bullicio de niños y remeros, familias y turistas que están abandonando los jardines.
Con sicus y guitarras, grupos de ejecutantes callejeros abandonan los ritmos jubilosos para iniciar la suave cadencia de otros cantos. Los que engendran la ausencia y la nostalgia.
En postura de audacia, de insolencia, de total desenfado, desde el bar de la esquina, la joven de profusa cabellera, rojiza cual las hojas de los viejos cipreses, transfiere la frialdad de sus pupilas sobre el cuerpo fibroso que adivina bajo el gabán gastado.
El hombre retribuye la mirada.
Aprecia, malicioso, el óvalo del rostro como perfecto marco para los labios frescos, para los dientes finos, el color de los iris grisazules y las breves ojeras.
Sonríe al escucharla ordenar la bebida en ese castellano forastero con el que intenta, en vano, pasar inadvertida.
A la luz de las lámparas que ya han sido encendidas en el parque entrecruzan, entonces, sus señales.
Cuando llega hasta ella, luego de los saludos y las presentaciones, de intercambiar banales conjeturas acerca de un presagio de llovizna, comentado el desorden que antecede a la mudanza de las estaciones y el cruel cercenamiento de los días, la seducción sucede como una alquimia plena.
Deambulan los desiertos senderos del Retiro mientras coinciden en que la existencia es un acto de breves conmociones. Que llegada y partida son un soplo, una muesca tallada en las estrellas, un entreabrir de párpados. Que la vida es apenas un instante y hay que gustarla a pleno.
Al alcanzar la fuente donde el ángel caído se convierte en estatua, la luna puntualiza los perfiles del vuelo derrotado. Esquematiza el gesto que comprende la impiedad del castigo. Contornea las sierpes que lo amarran.
De pronto, el diálogo atraviesa regiones de temores, de peligros latentes, de leyendas. Vampiros, hombres lobos, asesinos seriales, protagonizan todos los relatos, en tanto buscan zonas más oscuras y aumenta su deseo.
Embriagados de mutuo escepticismo, celebran con sarcasmo todas y cada una de las supersticiones que archivan las memorias colectivas.
Una gresca de ardillas se desata, de pronto, en lo alto del roble.
Tomada por sorpresa, ella busca el amparo de sus brazos en un gesto de angustia calculada. O sumisión total y primitiva.
Con gesto protector, el macho de la especie cobija el sobresalto. Concede una ternura que no siente. Arrebuja la risa contenida contra la simetría de su pecho.
Recién cuando el respiro se sosiega, cuando el cerco apretado de los brazos se transforma en urgencia, inclina la cabeza, se sumerge en la piel que lo convoca.
Los guardias apostados junto a la escalinata con leones rampantes, la echadora de cartas cerrando el tenderete, los ancianos guardando sus trebejos, algunos parroquianos rezagados, se santiguan y muerden oraciones hasta que cesa el grito agonizante. Hasta que el viejo aullido que les hiela la sangre se oculta en el silencio de la noche.
Hacia el antiguo predio de las fieras, arrastrado por fauces poderosas, el cuerpo inanimado transpone los pilares de ladrillos. Resbala por mayólicas azules.
Naufraga en el olvido

Gastronomía.

Nada más ha subido la persiana y ya los ve, apenas a unos metros del negocio.
Los muchachos de siempre, la pandilla. Banda de ojos oscuros que intenta sorprenderla, controlar ajetreos rutinarios, ejercer vigilancia. Como si ella ignorara su oficio de encubiertos.
Aguardan la apertura del mercado recostando su espalda en la pilastra. Dispuestos a acercarse nada más ella exponga a su apetito el listado de tacos, de tortillas para comer al paso y los cuencos henchidos con la sabrosa carne hecha en guisado. Plato de exquisitez incomparable y a precio conveniente preparado de acuerdo a los secretos de la estofa mixteca.
El gringo se aproxima. En su mirada clara se refleja el orgullo de un pueblo acostumbrado a las genuflexiones de los otros. Los hábitos sociales de quien tiene arraigada la creencia de que la muerte les genera vida. Caso contrario, suman las carencias, el muro del desierto, las afrentas, los fraudes, las traiciones. Acaso la esperanza devenida osamenta.
Se acerca lentamente. Como todos los días de la última semana. Sin poder sustraerse al paso de la niña. Al imán de su rostro adolescente. A los pliegues de vuelos amarillos bordados por la abuela. Al espeso cabello partido en dos secciones entre lazos de seda que tejen y entretejen su oscura maravilla sobre la holganza breve de la nuca. Al torpe movimiento de su cuerpo naciente.
Por eso es que su celo, cómplice necesario para que existan pláticas o alianzas necesarias en el encubrimiento de posibles romances, sonríe con sarcasmo detrás de los rubores que arranca a sus mejillas el robusto vaivén del estropajo.
Cuando termina de limpiar las mesas, las gradas recubiertas de azulejos, coloca servilletas y manteles sobre la superficie. Uno a uno los clientes comienzan a ocupar sus posiciones en medio del bullicio y las canciones que expande el altavoz pendiente de un tirante.
Su voz baja y profunda acompaña las coplas populares conservando el calor de esa nostalgia que se ha vuelto fatiga a costa de los hijos que migraron y las dejaron solas, a cargo de sus vidas.
Es que, aunque vuelvan cada vez que pueden, ya sabe, a ciencia cierta, que no existen silencios sobradamente espesos como para ocultar lo indigno de una historia que expatría su sangre hacia la servidumbre.
En algunos minutos, el sitio está colmado por familias, mujeres escapadas del mandado, serios oficinistas, vendedores, tenderos, artistas ambulantes y turistas turbados, renuentes a dejarse convencer por la promesa de degustar platillos diferentes.
Mientras la niña sirve los cuencos de pozole, el aire se satura de un aroma a maíz, cebolla y ajo, a chile bien licuado con comino, a orégano y a carne.
Con cierta impertinencia abandona el refugio de los fuegos y se empeña en llegar a consultarles si todo está de acuerdo a su deleite.
Es que siempre el elogio puede más que el trabajo y la ganancia.
Hacia la media tarde, mientras lava los trastos del almuerzo observa que el gringuito departe con la niña en un rincón ajeno. El ramo de alcatraces que carga entre las manos ha dibujado un gesto de alegría en el rostro inocente. Tan vacuo como muchos otros gestos.
Entonces se decide, hoy le permitirá que las escolte hasta la casa baja, en los suburbios, donde nadie se atreve a aventurarse y las ventanas permanecen sordas, ciegas a cal y canto.
Casi no queda carne en la despensa.

Entrega.

No pudo pronunciar una palabra o emitir el remedo de un suspiro antes de que el amante reiniciara el lento itinerario, la tenaz travesía de los dientes mordisqueando, milímetro a milímetro, el temblor de su piel desamparada.
Al igual que las noches anteriores le resulta imposible apartarse del desfallecimiento que la absorbe.
Los días se suceden en oscuro letargo en tanto ella naufraga en una persistente duermevela de la cual reaparece, hambrienta y desprolija, al caer de las sombras.
Con los brazos en cruz y las piernas abiertas deja hacer a los labios pervertidos, a la lengua sensual, a las caricias, hasta que la espesura de su carne arde en la indefensión de los delirios.
Sin mediar voz alguna, los brazos corpulentos la tumban sobre uno de sus flancos, la vuelven del revés, la inmovilizan.
Entonces, es la cueva entre los glúteos el más cercano centro de embriaguez en el que se extravía.
Rehén de esa lujuria voluptuosa deja correr las lágrimas que marcan el delgado perfil de sus mejillas en busca del refugio de la almohada e intenta recordar cuál era el nombre, la señal, el fetiche, los conjuros que la protegerían de la bestia.
Nuevamente sus manos la rodean. La elevan por encima de la cama.
Suspendida en el aire experimenta el roce de su barba cuando sumerge el rostro contra el cuello que se entrega, sumiso, al actuar excitante y deshonesto.
Tal como si ella fuera una muñeca, la deposita despaciosamente sólo para cubrirla con su cuerpo, dominarla, lamerle los pezones, conseguir que los fluidos lujuriosos abandonen el cauce.
Comprende que el deseo es un deleite y que todo deleite es un pecado. Pero nada le importa. Salvo las sensaciones que retornan desde la exaltación de sus corpúsculos.
Es el momento exacto en que el enorme falo consigue penetrarla, enclavarla en la médula del fuego, socavar sus entrañas, golpe a golpe, al ritmo de jadeos lacerantes.
Advierte que el dolor no es más potente que esa absoluta sed que le corroe los baluartes del alma.
Por momentos la aturden los roncos estertores que acompañan la urgencia y que no reconoce como suyos.
Confundida por ecos de latidos irregulares, ebrios, desbocados, la desorientan esas contracciones que rompen el control de su vagina dejándola indefensa, vacilante, justo cuando el esperma se descarga. Apenas un instante previo al fatal axioma de saber que ya todo ha terminado.
Consumida en los fuegos del infierno, sin plegarias, endechas o elegías que la acompañen a surcar la noche, siente cómo la vida se derrama hacia el charco fundado por su sangre que fluye, incontinente.
Presagia los rituales de exorcismos que sitiarán, que hostigarán con furia su cadáver azul, desangelado, al que habrá de negársele el abrigo de claustros,
En tanto un frío intenso se hace cargo de todo, el íncubo desnudo trepa por las paredes de la celda. Destroza los cristales de la tosca ventana que se extiende hacia el huerto. Enmascara su esencia en las tinieblas que aguardan su llegada. Se pierde en el misterio.

Abducción.

Sueña que tiene miedo. Y sueña que lo saben sus angustias.
Huérfano de refugio, su conciencia recorre callejas interiores en busca de un asilo solidario donde enclaustrarse hasta que todo pase. Mientras la noche es largamente noche y el día solamente una esperanza.
Apenas sobrepasa sus últimas defensas, el avasallamiento lo detiene. Y la esfera de luz se hace presencia para cerrar el cerco que lo ciega con astillas de nácar. Antes que el empellón lo precipite al vientre de la nave, embozos clandestinos le cubren los recuerdos.
Un corrillo de seres espectrales demanda filiaciones, estadísticas, historiales que nutren, fríamente, el albedrío de los ordenadores. Entonces se derrumba la memoria, reposan los sentidos, claudica cada músculo ante lo inexorable. Porque será entregado a la deshonra, al desprecio total, a las afrentas.
Aunque no alcance a armar la resistencia mientras es abducido por las sombras.

Detrás de las urdimbres que se espesan delante de sus ojos, los raptores ocultan las facciones.
Apenas si es posible observar lo marchito del pellejo, las botas relucientes. Girando a pura saña entre las parihuelas, los lechos de metal, los instrumentos que revelan hedores a barbarie.
En esa misma celda, tan dispuesta a escuchar las confesiones aun en medio de espasmos y excrementos, advierte la dureza de las manos con que la impunidad quebranta pieles, genitales, secretos.
Perdido en esa extraña pesadilla en la que alguien pronuncia delaciones en un idioma que ya no es el suyo, alucina otro tiempo de estrellas amarillas traicionando los muros, los abrigos, la carne del hermano.
Y aunque imagina breves evasiones del mismo laberinto buscando desertar de su destino, ya no habrá amanecer en su locura ni dignidad, al fin, que lo redima.
Porque lograron vulnerar su cuerpo con un filo de miedos y suplicios tatuando indiscreciones en la sangre.
Cuando el rayo destruye las mordazas. Cuando el dolor le roba hasta el aliento. Cuando ingresa al dominio de los odios.
A ese cielo de mentes perturbadas. Autos de fe. Hogueras. Potros. Péndulos. Doncellas con espinas.
A ese reino de atroces cefaleas. Exámenes que ultrajan, martirizan. Limas contra los dientes. Sopletes en la espalda. Hambruna. Castraciones. Epidemias.
A ese país de disciplina ciega ubicado a la diestra del imperio. Su respetada escuela de verdugos. Picanas impiadosas que calcinan conciencias. Violaciones. Saqueos. Desmemorias. Y el silencio. El silencio de los otros. Cómplice. Encubridor. Participante.
En la coronación de su agonía escucha la llegada de los inquisidores, trenes hasta el umbral de holocausto, vuelos hacia el abismo del olvido. Plegarias detenidas en el aire por las fauces sangrantes de los perros, tabletas de cianuro en la llovizna, hogueras en el centro de la plaza, una bala en la esencia del aliento.

Afuera existe un mundo receloso que nunca admitirá que esto es posible. Que el dogmatismo puede, en ocasiones, transgredir las fronteras de los dioses.
Porque solo sucede cada tanto. Y solo cada tanto es poco tiempo para justificar la normativa que confirma una regla.

Anubis.

En tanto se encamina a las afueras, al caer de la tarde, siente un desinterés casi grosero por cualquier incidencia que el destino le tenga reservada.
Observa con cinismo el agobio de guías y turistas regresando del sol y su inclemencia. Reconoce las pieles extranjeras cubiertas por ungüentos bloqueadores. Repara en esa enorme protección de las gafas. Descubre algunos cascos antitérmicos entre un mar de pañuelos y turbantes.
Su andar es desafiante, el claro manifiesto con que la gente joven ratifica la ausencia de miedos o presagios. Impugnando advertencias de quienes reconocen los peligros. Retando cada riesgo al que se expone ahora que la muerte conquistó las portadas de todos los periódicos.
El chacal y su modus operandi de sexo apasionado, consentido. Justo en el filo de la medianoche. Extirpando indefensos corazones con cuchillos rituales. Tatuando los secretos de su rostro en el eterno asombro de sus víctimas.
Ondea en sus cimbreantes movimientos la textura de lino del vestido. Y esta provocación de su apariencia atrapa la avidez de esa mirada que comienza a seguirla, palmo a palmo, entre las callejuelas de extramuros.
El dueño es un viajero que bien podría ser el padre de su padre. El cabello canoso cubierto por el ala del sombrero caída justo al borde del rugoso entrecejo y las pupilas grises y los años marcados en los surcos de las mejillas flacas. Una ranura apenas la línea de visión entre los párpados, bien dispuesta a abordar esa figura plena descubierta allí mismo, como ofrenda, al apetito de su decadencia.
Cuando llega a la orilla del desierto, se arrodilla mirando hacia el peñasco y queda susurrando invocaciones hasta que el plenilunio es concebido.
Entonces, como en trance, como un automatismo repetido, deposita la túnica en la arena y se tiende a su lado.
La luz recién nacida llovizna seducción en las caderas expuestas sin reservas ni pudores a la brisa nocturna, moldea esbeltas piernas con sus dedos de azogues y silencios, dibuja curvaturas, hondas sinuosidades en el sitio preciso donde el dorso comienza a ser amado por el temblor de largas cabelleras.
Detrás de oscuras rocas, una sombra vigila los contrastes con que va revelándose la rotunda promesa de su boca, las pestañas cubiertas por el kohl, la nariz elegante.
Aturdido, embriagado con el mosto plateado, turbados los sentidos en la ilusoria atmósfera de un tiempo detenido en otro tiempo el hombre, sollozante, se desliza junto a ella. Su desnudez enjuta se aferra a la cintura, como un náufrago, mientras braman, lejanas, las gargantas febriles de los tigres en celo, y el hambre de las pieles se expande como un fuego.
Por momentos, el velo de las nubes atraviesa el semblante de la luna. Entrecorta los médanos y el cielo. Cubre el rastro de arácnidos, insectos y reptiles. Perfila farallones enmarcando el misterio que surge, sudoroso, de los cuerpos en pugna. Ilumina estertores afligidos en las postrimerías del orgasmo. Centellea en los filos de la piedra alzándose y cayendo meticulosamente sobre la vida que se desvanece por laderas de olvido hacia las densidades de la nada.
Mientras la joven, en su lengua antigua, pronuncia los conjuros, cumple con la liturgia establecida desde el principio mismo de la historia y entrega el corazón recién segado; de pie sobre los médanos, rodeada su cintura por el schenti tejido en la sagrada urdimbre de los dioses, el nemes por tocado, la gorguera yaciendo sobre los poderosos temporales, las orejas enhiestas, arrogante el hocico, el Sagrado Guardián de la Necrópolis otea la distancia.

Zombies.

Desde la tierra ajena del refugio, los rayos de la luna depositan ceniza en los arbustos que rodean severas soledades.
Es casi medianoche.
Se han abierto las puertas de la sombra.
Alrededor, florecen los despojos de lo que fuera el pueblo antes de que los muros colapsaran.
Puede olerse la muerte todavía. Escapa de esas hondas cicatrices abiertas en el suelo. Ante el gesto de un cielo siempre hambriento. Y la sed que derrota.
Más allá del olvido, el hombre se detiene.
Tremendo en su presencia de negra carnadura.
Inexpresivo el rostro. Marchito el albedrío en sus pupilas.
Con las pestañas blancas. Los labios azulados. Las pieles sin averno o paraíso.
Descalzo. Envuelto en la desnuda pesadilla de quienes se han perdido en mitad del despojo.
A su lado transitan otros seres con la misma mirada. Iguales oquedades interiores. Idéntico cansancio.
Vagabundeando en busca de sus madres, sus hijos, sus vecinos, sus amantes. La exacta latitud de algún reencuentro al borde del expulso.
Hasta el gran hechicero perdió su poderío. Las voces del conjuro. El sitio de las tumbas que le pertenecían. El preciso dominio de las almas.
Busca las huellas de hembra que lo llaman. Que conocen su nombre y apellido.
La mujer del amor que se encendía en noches de carencias implacables. Con la que se aferraban al fuego de un deseo que les daba esperanzas. Como si cada uno guardara para el otro la solidez estricta de un madero capaz de resistir, sin desaliento, la violencia que engendran los naufragios.
Se mira en las ausencias de los otros que pasan.
Nunca supuso que el despojo humano fuera tan asombrosamente doloroso ante los golpes de la desmesura.
Sabe que no es el mismo. No es el mismo. Es copia de una vida que no es vida. Robot de carne y hueso que no comprende nada.
Pero la oscuridad violenta cuerpos, negocia las infancias, usa su gesto de misericordia para ocultar el rastro de otros gestos que reptan, escamosos, sobre tanta penuria intolerable. Y alguien ha murmurado que la vieron en ese campamento. Un espacio de espectros sin memoria. De espíritus sin alas.
Finalmente la encuentra. Confundida. Cercana a los corrillos de mujeres que han perdido las sendas del regreso porque no existen ya las coordenadas. Y aún queda gente bajo los escombros. Sus frentes, sus mejillas, aguardando los besos que no llegan. Ni llegarán mañana.
La esposa a quien abraza, a quien sacude intentando atraerla a su nostalgia, lo mira, imperturbable, a través de los ojos fallecidos.
Resignado, grotesco, no duda ni un instante.
Balbucea en su oído las palabras precisas. Para que se inaugure la obediencia. Para que se sustraiga del abismo. Y le siga los pasos.
Mientras recorren focos de miseria hacia la vieja choza de sus padres, piensa que ya no habrá respuesta alguna ante la soledad y el desamparo. Serán siempre mastines cimarrones tirando dentelladas hacia los calcañares de sus sueños.
Acaso desde ahora convenga alimentarla con semillas insulsas servidas en potajes ancestrales. Y si un día los tiene en su despensa. Si un día la pobreza les da tregua. Disimular la sal, la carne, el vino. Encubrir su partida. Para siempre.

Vampiro.

Viene siguiendo el rastro del venado.
Dos veces el rocío ha caído a las huellas de los cascos sobre el suelo del bosque.
Pero antes de acceder a la meseta, la vagina secreta de la noche deposita la luna encima de los árboles.
El hombre descabalga y busca algún reparo donde pasar las horas hasta que raye el alba. Luego libera al potro cerca del arroyuelo que susurra en mitad de la floresta para que forrajee.
Tallado en lo tupido de un silencio de siglos, busca ramas caídas para encender hoguera mientras entona cantos consagrados a la memoria antigua de su raza.
Cuando florece el fuego alejando el umbral de las penumbras, el cielo se convierte en una cueva donde callan los pájaros. Entonces, los dedos de la lumbre se vuelven más inquietos, y fragmentos de bóvedas lejanas fundan la dimensión de alguna estrella.
Desde el amparo tibio de su manta asume posición junto al desnudo ardor de la madera. Un sitio protegido donde el sueño lo deje reponer el aliento antes de continuar, como los lobos, su jornada de caza.
Mientras mastica un trozo de tasajo, los ojos permanecen capturados por el brutal chasquido de los troncos y la vehemencia roja de las lenguas consumando el ritual del sacrificio.
Siente que el Gran Espíritu lo observa. Que una energía extraña oscila entre las sombras. Que el Oso y la Serpiente lo acompañan. Que la Mujer Tarántula teje sus entramados en aquel bastidor de urdimbres claras.
Revisa en el zurrón de piel de gamo hasta hallar la vasija moldeada en barro negro. Entreabiertos los labios, permite que la esencia del magüey le impregne el paladar con su sabor ahumado.
Después de algunos tragos, la verde mescalina del peyote altera su conciencia y la mirada recupera un vuelo de inocencia primaria. Y surgen de las llamas los rostros de las madres. Los rostros de las madres de las madres. Los infinitos rostros de las madres que parieron la tierra.
Si bien no nacen voces de sus bocas, parecen advertirle, señalarle, anunciarle el peligro que lo acecha si vaga tras de sí la antigua bebedora de la savia, la que excava en la carne y rompe yugulares.
Desde los cuatro sitios del planeta llegan los gan, espíritus del monte, a azuzar la energía de las ramas. Y aunque distingue el eco de su nombre fielmente repetido entre los laberintos de sus venas y presiente legiones de demonios más allá de los límites que impone la abrasadora luz de la fogata, acepta su delirio como el camino exacto que lo conduce al centro, al corazón vital de los enigmas donde la misma tierra engendra profecías.
Finalmente se duerme al compás del silencio que crece poco a poco.
Aislado en intimistas desvaríos, no escucha la inquietud en los ollares, el bufido, las coces defensivas, los pasos sigilosos de la mujer con rasgos de murciélago. No huele la textura de la sangre, el borbollón final con que la vida abandona el resguardo de su cauce.
Cuando el trinar ingenuo despierta la montaña, largos hilos de niebla se deslizan por la sinuosidad de los barrancos, rodean el sopor de los helechos.
Apenas un asomo de tibieza resiste en el rescoldo.
El hombre carga al hombro sus avíos y avanza lentamente. A su espalda, tendido en un colchón de agujas verdes, las crines encharcadas, el cadáver de su cabalgadura ha asumido el rigor de los olvidos.

Almas.

No hay refugios en medio de la noche.
Sólo existe el silencio. La amenaza. El espacio habitado por los miedos.
Donde la angustia excede la palabra que se aviene a nombrarla.
Cierto hedor a carroña anuncia que es el tiempo en que la lacra emerge a cazar hembras. Las presas convenientes a sus voracidades.
Dentro del automóvil, la lumbre del cigarro aguarda por oscuras discreciones que apaguen el sonido de los pasos.
Pero no está al acecho.
Sació toda su sed de omnipotencia en la fragilidad de las mejillas, los ojos, los mentones que se acumulan en el maletero. Afirmó su poder, su salvajismo, su saña sin amarras. Aplacó el hambre antigua violentando los sexos de estudiantes, empleadas, camareras, mano de obra barata en las maquiladoras. Empalando inocencias en las niñas que escogieron un nuevo itinerario.
Ya les hizo saber quién es el amo.
No se siente culpable. Para nada. Ellas se lo buscaron. Usando vestimenta inapropiada y vagando a deshora por las calles.
Después se hacen las buenas.
Cuando es tarde. Cuando han sido juzgadas por esta sociedad de los patriarcas que no puede frenar la omnipotencia desnuda, poderosa, excediendo los músculos mientras la adrenalina realiza su trabajo. El aire ingresa a furia en los pulmones. Las pupilas dilatan su eficacia. Y el corazón cabalga, desbocado. Cada vez más indómito, más fuerte. Cada vez más salvaje.
Debajo de la luna, la muerte es un gemido ascendiendo la escala del espanto. Un sonido de voces mendigando por diezmos de clemencia. Antes de que las fauces la traguen de un bocado. Resulten tan inútiles las fosas como cada pancarta. Y ni siquiera califiquen cruces para clamar al cielo con sus flores de plástico.
Otras veces, después del escarmiento, escupe los despojos en estas coordenadas del olvido donde nada despierta a la tragedia.
Y aquí quedan.
Los rostros florecidos como dalias moradas.
Quebrantados los tallos entre manos robustas. Grabada cada huella de tormento en la piel abatida. Oprimidas, ahogadas, sometidas hasta que al fin migró de su memoria la identidad de luz que las nombraba.
Rehenes perentorias de la muerte, siempre es gracioso ver como el abismo las toma por sorpresa. Estéril ya la fe de sus pupilas.
Detrás de las descalzas misoginias deambulan los amigos ocultando evidencias, difamando, encubriendo, amordazando a fuerza de sobornos el consuelo del llanto.
Pero en esta ocasión, algo sucede apenas se deshace de los cuerpos en la tierra baldía. Nada más los expone a la rapiña de los depredadores, un vaho ceniciento comienza a deslizarse por los lindes del campo hasta fundirse en turbios ectoplasmas.
Cuando resuena el golpe de la puerta al cerrarse, cuando el motor se enciende en retirada, decididos a todo, apresuran la marcha. Se introducen, tenaces, entre las hendiduras, los burletes, los vanos, las bisagras.
Blancas las telas blancas del sudario. Blancos los blancos huesos. Blancas las carnes ebrias de gusanos. Blancas las muecas blancas de sus bocas abiertas en la desmesurada dimensión del aullido.
Severos, rigurosos, en toda la impiedad de su venganza.

Guardián.

Nada más las lechuzas se alborotan, saca la daga antigua del fondo del estuche, y sale a desandar la escalinata que conduce a la calle.
Gira sobre sí mismo para poder mirarla.
Cuando los abogados lo llamaron se sintió satisfecho. Todo un afortunado. Entre tantos anónimos parientes el único elegido para heredar la casa.
Situada en las afueras de lo que fuera el pueblo durante el apogeo de los ferrocarriles, aún conserva el típico diseño de la vieja Inglaterra trasladado al entorno de las pampas.
Claro está que en momentos de crisis financiera resulta poco serio cuestionar la impecable arquitectura de cúpulas, buhardillas, tejados en pendiente, en un lugar donde los habitantes hace ya mucho tiempo lo abandonaron todo para emprender el éxodo a las grandes ciudades.
Venderla es imposible. Necio no usufructuarla.
Amoblada con gusto, solo debió mudar algunos libros. Los absolutamente necesarios. Y su computadora. Donde teclea, inspirado, hasta la medianoche, la hora en que el cortejo pasa ante su ventana.
Oscuros prisioneros de la luna, tres cuervos delinean vagos desplazamientos y suman sus perfiles a los brazos desnudos con que las arboledas imploran al invierno perdone lo confiado de la savia. Los sigue el albornoz que disimula la estrechez de su talle, las curvas de los pechos pródigos e incitantes.
Desatada la negra cabellera, los mechones se agitan en el viento sobre la fina curva de su espalda en tanto un perro lobo ejerce la custodia con gesto de sigilo y colmillos agudos, desafiantes.
Después de haberla visto, los días se suceden en un penoso viaje hacia el crepúsculo. Simulacros de breves colaciones. Vigilias persistentes cerca de los cristales.
Y a veces, sólo a veces, un furtivo intercambio de sonrisas. Siempre prometedoras, envolventes. Despertando un destello solapado en los ojos del cánido.
Entonces aparecen. Muy cerca del recodo que conduce al barranco escucha el aleteo aproximándose a los desiertos fresnos de la entrada.
La suave oscilación de las caderas se acerca a su figura solitaria. Mientras las manos frías se detienen, morosas, en el aturdimiento de sus labios, esas pupilas grises, profundamente grises, absurdamente grises, capturan lo entrañable en la voracidad de sus abismos.
Fuera de los perímetros del tiempo, su conciencia deriva como una hoja girando entre las ráfagas urgentes de un infierno anunciado.
Cuando el gruñido llega. Nítido. Combatiente. Impulsado en el aire.
Retrocede, asustado, sorprendido.
Aunque siente el dolor que le provocan los filos de las zarpas, por obra del instinto alza el arma cortante que atraviesa la piel, rompe los músculos, se incrusta en el coraje de la víctima dejándola sin vida sobre la hierba helada. Frente a su propio espanto, esfumados los rasgos del hocico, en retirada la pelambre oscura, el muerto recupera su condición humana.
Indiferente a todo, ella retoma el mismo itinerario.
Ya no cabe ni un diezmo de plegaria.
Solo resta lamerse las heridas, antes que las tremendas contracturas lo derriben, lo arqueen, lo impulsen al aullido… lo transformen.
Y comience a marchar, tras de sus pasos.

Encuentro.

La mujer está inmóvil. Suspendida en la mitad del riacho.
Sobre los largos huesos descarnados viste luto con velo. Riguroso. Que ondula con el viento. Encima de las aguas.
Un manguito de encaje sostiene el asidero de la enorme sombrilla que apenas si resguarda su osamenta del sol impertinente. Demasiado atrevido. Desvergonzadamente penetrante.
Por momentos, gira las oquedades de sus ojos hacia donde Alto Verde extiende terraplenes robados a la entraña de la tierra. De los tiempos aquellos en que le abrió senderos a las quillas portadoras de granos.
Entonces, pretendiendo una sonrisa, dispone la estructura de sus dientes en una mueca obscena, repugnante.
Echa un vistazo a la pequeña niña sentada sobre el caos de raíces que alimenta al ombú, junto a la costa.
Lleva el pelo trenzado. Las medias abatidas. Impaciente el abrazo.
Aguarda por el padre que se acerca sobre la embarcación recién pintada. Que adelanta el saludo con la mano derecha. Que esboza la ternura debajo del mostacho.
El hombre está llegando de diagnosis sombrías y plazos contundentes como piedras. De rostros pensativos y ceños preocupados.
Sentenciado a un final que lo despoje de toda identidad. A la vuelta casual de algún recodo. Una noche cualquiera. Sin aviso.
Imágenes frenéticas surcan por su memoria.
Sucesos, contratiempos, circunstancias que tatuaron un signo apasionado en el caparazón de su doctrina y la agudeza de su pensamiento.
Los comienzos del siglo XIX. El dragado del puerto. La política.
Su partido, por fin, en el gobierno. Y la designación como encargado en el barrio parido por los estibadores. De vino indócil y cuchillo rápido.
Lo preocupa su esposa, carente de alfabeto. Atenta a los quehaceres familiares. La niña de pupilas verde claras ambicionando siempre otro destino. Más allá del ambiente de las islas. Donde extiende su encanto la metrópoli. Donde es posible el cine. La cultura. Los estudios. El arte.
Entre ellas y los sueños se interpone el semblante de la muerte. La meretriz de oscuros lenocinios. La prostituta ciega. Montada en lo agitado del oleaje. Midiendo coordenadas. Ignorando las treguas. Apresurando plazos.
Deteniendo lo agreste del otoño en la perpetuidad de esta mañana.
Tejiendo los cendales de penurias, carencias, desamparos con que habrá de cubrirles las espaldas cuando nadie recuerde su prestigio. Su dignidad. Su hombría bien ganada.
De pronto lo malogra la fatiga. Segrega esa humedad imprevisible que impregna los cabellos, humedece la nuca, empapa las axilas.
Y el martirio afilado, penetrante, le rompe el corazón en dos mitades. Anula el movimiento de los remos. Oprime. Asfixia. Quiebra su sosiego.
Lo atropella con fuerza prodigiosa.
Lo arroja fieramente hacia el fondo del bote y el olvido.
Siente que es una simple marioneta. Que las falanges flacas desatan, una a una, las cuerdas que lo amarran a la firme cruceta de madera.
Y permanece así, desmadejado, mientras el agua azota la canoa.
Mientras comienza a cabalgar, de prisa, el espaldar fluvial de las espumas. Mientras callan los pájaros.

Espejo.

Hace ya algunos días que el azogue le devuelve otro rostro.
El de un hombre de ojos perversos, afiebrados. Con la barba crecida. Taimada la sonrisa. La piel casi de cera. Y un torpe desaliño en los cabellos lacios.
Desde que quedó solo ya no sabe qué hacer con los horarios. Sin turnos con ningún especialista, consultas telefónicas, pañales descartables, el tiempo se eterniza en todos los relojes de la casa.
La mujer que ahora yace en la cripta ritual de la familia, lo mira desde algún portarretrato. La melena cortada con estilo. Una onda abatiéndose, simulando indolencia sobre la sien izquierda. El cutis uniforme. Los labios definidos con un rosa impecable.
Condenados a residir en esa desventura de una silla de ruedas en mitad de la vida, no dudó en renunciar a los estudios cuando ella despidió a las enfermeras y a todas las personas del servicio porque la compasión le resultaba ignominiosa. Y postergó los sueños para atender cada capricho, cada resentimiento, cada amarga respuesta de su madre.
Sólo una vez estuvo enamorado.
Se llamaba Mariana. Joven, alegre, un poco irresponsable. Cuando se sonreía le nacían hoyuelos junto a la comisura de los labios.
Después de una disputa con la inválida, decidió abandonarlo.
Lo recuerda muy bien porque era el año en que estaba arreglando la vieja chimenea de la sala.
Habituado a la vida retraída, la relegó al olvido. Se volvió un ermitaño renunciando a salones, a cines, a espectáculos.
Hasta que Inés, empleada en la farmacia, comenzó a liberar en su presencia el último botón de la chaqueta mientras le aproximaba los remedios por sobre el mostrador desvergonzado.
Usaba el pelo largo, con rulos, platinado. Se pintaba la boca rojo fuego y un pequeño lunar en la mejilla.
Una noche de invierno marchó a probar fortuna en ese sugestivo mundo del modelaje.
Evitando pensar en su belleza, desenterró las blancas azaleas y llenó de jazmines el cantero cercano a su ventana.
Pasaron muchos meses hasta la postración definitiva. Jornada tras jornada tras jornada asistiendo a esa oscura decadencia donde los viejos tornan a la infancia. Y se vio precisado a maquillarla, a rizarle el cabello, a higienizarla. A escuchar, hasta el odio, hasta el hartazgo, anécdotas robadas a algún letargo sepia.
Entonces llegó Emilia. Desde el candor del campo a una alcoba pequeña, escondida detrás del lavadero.
Pelirrojas las trenzas, pupilas esmeraldas y una nariz angosta y afilada.
Lo instaba a disfrutar. A salir de paseo. Se ofrecía a quedarse y reemplazarlo.
Pero una tarde anónima regresó, sin aviso, al cobijo del monte.
Aunque todos hablaron del gasto innecesario él construyó una fuente para pájaros en el medio del patio.
Vestido con camisa y pantalón oscuro, irreprochablemente rasurado, el peinado severo fijado hacia la espalda, oliendo a loción pulcra, se cuelga un jersey rojo, fino, sobre los hombros. Y encamina sus pasos al estudio de los ejecutores de la herencia donde lo espera Laura. La sonrisa perfecta, el andar cadencioso, y un aroma salvaje de hembra en celo.
Intencionadamente evita detenerse a observar su figura en los cristales.

Posesión.

Mansos los ojos, la mirada afable, extrañamente ausente, observa el transcurrir del mediodía detrás de los vitrales.
Bajo la fina cúpula tallada, las sombras se repliegan vencidas por la luz amarillenta que llega desde el huerto de los frailes. El aroma de viñas madurando racimos trepa las galerías protectoras. Serpentea en los claustros solitarios. Fascina a los insectos. Encrespa las antorchas del estío con hálito quemante.
Las tinieblas se agrupan, temerosas, contiguas al refugio de los confesionarios.
Espiralan su aliento en torno a las gradillas del púlpito y el coro. Detrás de las estatuas.
Suspendida en la tregua que acontece después de los temblores, del acceso violento con que el demonio vino a revelarse, el perfil del poseso se recorta contra la puerta de la sacristía.
Han prescripto los plazos de proferir sentencias en idiomas oscuros. De protagonizar las contorsiones, los bramidos del odio, las blasfemias. De augurar los progresos del infarto antes de que la muerte detone las arterias. Justo cuando la monja, el crucifijo en alto, blandía a sus espaldas el hisopo, dispuesta a bendecirlo con el agua.
Cercano al hechizado, el cuerpo exhibe la órbita de sus pupilas yertas. Desmesuradamente abiertas al misterio. Los dedos oprimidos contra el pecho. Y un rictus de dolor entre los labios que se tornan violáceos.
El resto de la clase no sale de su asombro.
Un silencio de siglos llovizna sacramentos sobre tanto estupor desatinado. Captura el infortunio en las cerradas redes del espanto. Los mantiene extasiados. Confundidos. Rehenes de la angustia.
Pero entonces, de pronto, sin mediar ni siquiera un diezmo de palabra, los pasos se desatan. Eluden el obstáculo de los reclinatorios. Tropiezan entre sí. Se desconocen. Cruzan en estampida la senda de las tumbas con sus nombres, sus cruces, sus historias. Hasta el confín del atrio. Al pie del campanario. Donde todo es vital, es vigoroso. Donde el miedo no existe. Donde los viejos árboles les ofrecen asilo. Y es posible alumbrar el desvarío. La histeria delirante. El grito horrorizado que expulsa a las palomas.
Los perros de la calle, erguidas las orejas, presagian los vestigios del intruso que ha quedado en la nave. Reconstruyen los ecos de su instinto. Emiten sus llamados, sus recuerdos salvajes. La furia de la especie que aún habita su sangre.
Segundos antes de que el religioso, envuelto en la sotana color pardo, atraviese los patios con sus sandalias ásperas, gastadas; desde las celdas donde calla el mundo, el sonido lejano de la herrumbre delata la apertura de una puerta. Escasos los mechones recortados en torno a la tonsura. El fundador de la orden se aproxima al ronco miserere, al desnudo mea culpa que nace entre violentas convulsiones y espuma irreverente.
En esa austeridad sin atenuantes, la voz crece de golpe hasta alcanzar la altura del conjuro. Exorcizo te, omnis spiritus immunde… Per eumdem Christum Dominum nostrum… et saeculum per ignem.
Y la rata que habita en la despensa, tomada de sorpresa, se trastorna, corre sobre las vigas, traspone las barreras de las tapias, los juncos, los jacintos, las violetas del agua, los verdes camalotes de la orilla. Se sumerge. Se asfixia en la hondura del lago.

Gemelo.

Toma distancia para observar el cuadro.
Auténtico producto de su talento estricto, depurado y esa insistencia algo perturbadora que reseñan los críticos, el muchacho sentado ante el espejo parece devolverle la mirada.
Apenas si es posible adivinar, esfumado en los bordes de la sombra, el rostro que domina sus recuerdos. Un atisbo de noche entre los óleos. Solapado. Secreto. Clandestino.
Tal como si venciera a los relojes. Eludiera los vórtices del tiempo. Afilara la trama del misterio que es parte de su mente fragmentada y confusa.
Por más que en ocasiones delibere acerca de los frutos que se tronchan al borde de la vida. Y argumente que, acaso, los no natos dilapidan la savia de los sueños cuando abortan las vísceras por obra de la suerte. No olvida que su sangre, destino y esperanzas coincidieron incluso en los umbrales del lejano dolor que los enlaza.
En aquella violenta despedida que los dos se negaron a aceptar. Cuando la ausencia malogró los plazos. Y a él lo retuvo hendido, solitario. Hasta el momento exacto de la vida.
Aunque siguió amarrado a su presencia. Creciendo junto al otro.
Ese ser que habitaba en sus rincones. En cada laberinto indescifrable. Como alucinación. O desvarío.
Aguardando en la piel de los reflejos por la alianza gestual. El simple entendimiento de la risa. Las conjuras de guiños renovados.
Con un ardor de dedos sin materia asido siempre al pulso de sus venas. Enraizándose al útero del viento. Rehusándose a marchar. A disgregarse. A eclipsarse en el cielo de noviembre.
Sabe, mejor que nadie, que se torna más fuerte cada día. Elude proscripciones. Establece a su arbitrio las fronteras. Entreabre la urdimbre de los lienzos solo para exponerse y exponerlo.
Desde que su lenguaje se hizo plástico, no tiene otra misión que escamotearlo cuando asoma a los bordes de la trama.
Se hace cargo de engaños y emboscadas. De cada escrupuloso encubrimiento.
Porque teme que un rictus lo descubra. O acaso la hechicera resucite aquel antiguo nombre que lo nombra. Y que nadie, jamás, ha pronunciado.
A través de los ojos insociables escudriña el perfil de la existencia. Y se bebe, con sorbos amarillos, el calostro de sol que le negaron cuando el conducto estableció el naufragio.
En esos días, funda el arrebato. Vibra en el diapasón de sus rabietas. Azuza su silencio hasta el colapso. Convulsiona estupores imprudentes. Oscuros desatinos.
Y lo abandona allí. Lleno de pena. Frustrado por tragedias. Desventuras. Desilusiones. Hondos desamparos.
Siente que es el momento de asumirlo.
Quizás de madrugada. Mientras todos descansan. Ajenos al dolor que lleva adentro. En el fondo del alma.
Desatar un eclipse de lunarios inermes al revés de las navajas. Vendavales de filos escindiendo los cauces pintados en añil sobre el marchito pellejo de sus brazos. Frente a frente los dos en el azogue. Finalmente.
En el momento exacto en que la luz enlaza los caminos. Y no es preciso pronunciar palabra.

Monstruo.

Jalonados por vagos accidentes que rompieron su cuerpo, de a poquito, cuando aún era pequeña y vulnerable, transcurrieron los días de su infancia. Siempre al cuidado de esa cucaracha a quien era difícil catalogarla madre.
Después, la desventura de abrirse a la belleza. Como un ángel.
Una muñeca andrógina de grandes ojos negros que, obligada, participó de juegos amatorios bajo la vigilancia de la hembra que la trajera al mundo en aquella guarida de extramuros. La misma que entregó su himen entero a la concupiscencia del padrastro que inauguró el dolor y la derrota y la desesperanza.
Que desnudó su cuerpo, sus senos inocentes. Reprimió sus esfuerzos con los brazos. Amordazó gemidos y sollozos. Hasta que las arcadas se encendieron regurgitando el semen que los hombres eyaculaban casi en su garganta.
Que a veces copuló ante su mirada, para que comprendiera lo placentero del apareamiento. La exigencia tenaz de los deseos. El coito irracional, desenfrenado. El sudor. Las blasfemias. Los bramidos.
Amazona mugrienta de jergones mugrientos. Con el alma mugrienta asomando a la injuria de sus caries. A su aliento apestoso.

Por entonces el mundo había parido la etapa del tormento para gatos y perros de todo el vecindario. Al par de los oscuros vandalismos en viviendas, escuelas y parroquia, producto de aerosoles, grafitis, groserías.
Pero nadie esperaba la llegada de las primeras víctimas.
Los pequeños difuntos resbalados de alféizares. Embestidos por las locomotoras. Colgados de una viga.
El cráneo quebrantado a martillazos. Acribillados por tijeras rotas. Mutilados los castos genitales. Tatuados por navajas sin cordura.
Cadáveres marchitos. Candorosos. Privados de amnistía.
Ajusticiados.
Y el desconcierto de la policía persiguiendo pedófilos conversos, asesinos seriales.

Hasta que una mañana la pantalla detonó la noticia.
Y tanta soledad, tanta locura, finalmente quedaron atrapadas. Contenidas. Puestas a buen resguardo.
Porque es tiempo que el pueblo recobre su sosiego. Restablezca las horas necesarias para echar una ojeada a la camándula que la mercantiliza.
Donde sus once años se transforman en el tema obligado de la tarde. De las consultas con los licenciados.
Polémicos. Certeros. Infalibles.
Aclarando su voz ante el micrófono. Escogiendo un perfil que los ampare en las fotografías.
Diestros en desandar los laberintos de tantas emisoras amarillas destacando su falta imperdonable de contrición o de remordimiento. La carencia absoluta de vergüenza.
Un sitio en el que reinan las astucias. Se cotizan en alza los secretos. Se vende a buen postor cada agonía.
Pues siempre hay gente con tendencia al morbo.
A lo desagradable.
A lo prohibido.

Maldición.

Flota un silencio extraño. Una tregua entre oscuros vaticinios.
Transgredido el vallado, la noche abofetea sus mejillas con furia extraordinaria.
Apenas se da cuenta de que el vuelo ya no es producto de la soñolencia con que el alcohol sosiega sus escrúpulos.

Entonces arremeten los recuerdos. Las súplicas nacidas a través de los mocos y la sangre. Y la inaudible voz que lo denuncia. Y las excecraciones que lo injurian. Antes de que sus manos en el cuello silencien los reproches. Permuten el pigmento de las pieles. Agolpen el azul sobre aquel rostro de asombro adolescente. Descalifiquen a ese dios sin nombre que convocan los miedos a ser ejecutor de su castigo.
El placer de observar en las pupilas los últimos segundos de existencia. Su silbante agonía detonando en la postrimería de la muerte.
Él, irguiéndose al pie de la deshonra. Aliñando el tumulto del cabello. Izando el pantalón a su cintura. Prolijando los pliegues de su pulcra camisa. Curando las heridas de los puños.
Arrastrando el cadáver hasta el fondo del pozo. Sin dignidad. Sin nombre. Sin papeles. Sin braga. Junto al saquito verde, la pollera escocesa, la blusa desgarrada, los zapatos atados con cordeles. La cruz con que su fe la protegía de tantos predadores.
Y luego, simplemente, ocupar el asiento de su auto. Fumar un cigarrillo con fruición infinita. Regodearse en la entraña del aroma. Sentir rodar el temple de un buen whisky en la calmosa sed de su garganta. Las veces que su mente lo juzgue necesario.
Alejado por fin de obstinaciones, desvelos, vigilancias. Encuentros azarosos muy bien organizados en los alrededores del colegio. Pesadillas donde la perseguía. Persecuciones donde la soñaba.
Tranquilo hasta la próxima demanda de esa espesa lujuria que lo hostiga a partir de los días de su infancia. Ignora las precisas coordenadas. Pero siempre lo toma por asalto, lo sustrae de sí, lo conmociona. Lo acerca hasta los bordes de un abismo desde donde regresa cada vez más oscuro. Más tortuoso. Siniestro. Solapado.
Encender el motor con parsimonia y girar sobre el pasto para marcar el rumbo del sendero paralelo a la vieja carretera. Como si nada hubiera sucedido. Como si todo en este mundo fuera apresurar el paso. Acelerar el tiempo del retorno a sus hipocresías.
Mirarse en el espejo. De soslayo. Y no encontrar los rasgos inocentes bajo el mechón de pelo emblanquecido. Ni percibir un rastro de ternura que lo salve de todos los infiernos con que fue amenazado en el lenguaje donde se entrecruzan encantamientos y supersticiones.
Alcanzar la autopista mientras el velocímetro se alimenta de asfalto. Consume la extensión del pavimento. Se acerca a la tutela de los puentes.
Al amparo del pueblo que buscará algún rastro en la mañana. Que romperá la urdimbre del silencio aunque nadie responda a sus llamados.
Recelar de esa sombra intimidante plantada justo en medio de la ruta. Con las cuencas vacías y una sonrisa infausta que invitan a eludirla. Bruscamente.

La luna está sangrando. Siente frío.
Un sigilo de nieblas lo recibe trepando por los bordes del barranco.

Rebeldía

Nunca ha experimentado tanto miedo.
No puede despedirlo.
Aunque brinque, respingue, corcovee. Deslice su arrebato por la tierra.
Ya puede dar extrañas volteretas. Abalanzarse. Reiterar manotazos en el aire. Arrojar la dureza de sus coces. Sentarse de improviso con la cabeza gacha entre los remos.
Apenas puede respirar de espanto. Y está blanda de espumas y sudores.
Sin embargo, insiste en dar cabriolas. Desviaciones. Extravíos dementes.
Porque en la resistencia reside su tremenda rebeldía.
Siente, desde lo atávico, que el instinto la arrastra a la agonía de sentir su albedrío esclavizado por el cabalgador de la llanura. El hombre de las pampas.
Desde la protección de los corrales, las otras yeguas miran. Con las pupilas mansas. Mientras trituran, lento, sus raciones precisas y puntuales.
Pero ella está tallada en la bravura. Se niega a tener amo. No necesita de otros derroteros que no sean aguadas o pasturas. Voluntad o distancia.
La impotencia le cierra los ollares. Pero tributa toda su energía en la vitalidad de los tendones. Y se debate a muerte. Sublevada. Indómita. Cerril. Ingobernable.
Insiste en el coraje porque recuerda que hace apenas horas era dueña del viento en la cañada. Que el soplo sin sosiego suspendía la textura dorada de sus crines, el porte de su cola.
Muerde con odio el freno, el filete de cuero que le cruza la boca. Y la denigra. La hiere. La deshonra.
Por un instante duda. Se apacigua. Logra que el hombre crea en el cansancio. En el sometimiento. En la transpiración que se desliza por la musculatura de los flancos.
Entonces, decidida, temeraria, encabrita su urgencia en la delgada grupa del crepúsculo. Despliega la vehemencia del galope con el que cruza la extensión del campo. Escinde con su rostro la longitud del vértigo.
Ella misma es la brisa y el camino. La extensión de su paso. El desnudo batir de las pezuñas contra el parche del llano.
Funda la antigua danza de las hembras que eligieron ser díscolas, salvajes.
Pero el hombre no ceja, no claudica. El hombre se apasiona ante su audacia. Porque en la lucha gana la destreza. Y el poder acentúa la victoria. Y la conquista es más que los trofeos. Mucho más que el dinero y las lisonjas.
Ninguno ha de ceder. Ya estaba escrito.
Por orgullo, principios, convicciones. O determinaciones de la sangre que libera preceptos en sus venas.
Ambos están dispuestos. Decididos. Jugados. Vida o muerte. Todo o nada.
A lo lejos, al fondo del potrero, como sombra y apoyo para el rancho, el ombú se dibuja, solitario. Retorcido el ramaje que remonta hacia el cielo la doliente plegaria de sus jugos. Despeinada la verde cabellera de sus hojas cubiertas por el polvo. Disperso a flor del suelo todo el ramal de riendas y raíces con que intenta domar el territorio.
Es el momento exacto en que decide embriagarse de viento en los ollares. Entregarse al galope con las pupilas ciegas. Desatado el instinto, la memoria salvaje de sus ansias.
Relinchos, alaridos y agonías clausuran los finales de la tarde, cuando los cuerpos colisionan, bruscos, en esa inmolación deliberada contra la piel rugosa de la especie que no llega a ser árbol.

Mascarada.

Debajo de la cuadriga, cercano a las columnas, un sofocado arrullo de palomas se abandona al reposo.
En las penumbras del hotel San Marcos, su impaciencia comienza a cobrar vida en la ausencia del sueño. No encuentra posición que la apacigüe. No hay nada que mitigue tanta fiebre. Tanta tensión flagrante.
Recién cuando la noche comienza a penetrar por la ventana, las sombras de Venecia derrotan el desvelo de sus párpados.
Entre fundas de seda y almohadones, yace el blanco disfraz de cortesana que cubrirá el deseo impostergable de vivir el amor lejos de casa. La que intenta borrar de su memoria. Porque hay reprobaciones en susurros. Y carne reclamando absoluciones. Y exigencias de rasgos, perfiles, apariencias que eludan suspicacias.
Justo en el filo de la medianoche sus ojos se entreabren. A tiempo de salir a andar las calles. Donde el bullicio sordo pisotea adoquines. Saluda con euforia. Se embriaga en el Florián. Se manosea sin que nadie censure ni denuncie. Sin que nadie señale.
Son días en que el mundo olvida sus escrúpulos. Depone sus cegueras. Sus prejuicios. Establece un engaño estrepitoso para que cada farsa sea aceptada por un mendrugo de misericordia que no alcanza a sembrar la tolerancia. Pero ayuda bastante.
A menos de cien metros del mercado, desde el silencio espeso, surge un sonido a bronces mentirosos. A cascabeles falsos.
Previa la pantomima de algunas reverencias, el bufón se detiene para admirar el talle delicado, la carencia de senos, el antifaz velando los suspiros culposos.
Intuyendo. Sintiendo. Adivinando lo que ocultan los pliegues de su falda.
Entonces las pupilas coquetean. Se exploran y persiguen entre sinuosidades de pasajes, rumbo al puente del Rialto.
Allí, junto al rielar de la laguna, fundidos en la entrega de un abrazo, perciben, de improviso, toda la ociosidad de las palabras.
En la sensualidad de las enaguas, la agitación se torna grosería. Apremio. Irreverencia. Indagación urgente. Búsqueda del deleite más salvaje.
Las caricias desplazan confidencias. Sostienen el lenguaje del misterio y la magia. Se apasionan los labios entre las plumas y los oropeles y la callosidad de los encajes.
Las antiguas costumbres de Sodoma cobran plena vigencia a sus espaldas.
En la penetración que lo avasalla, que lo humilla, lo oprime, lo derrota, siente que encuentra el gozo y la condena, la gloria y el castigo.
Nunca ha sido tan libre como ahora, lejos de la sonrisa de los lobos comulgando su negra eucaristía. Más allá de los púlpitos donde anidan los cuervos. Más acá de mentiras tuteladas en los acuerdos del confesionario.
Pero advierte que ha sido algo imprudente. Que descuidó las llaves del secreto. Que exhibió sin reservas su pecado. Que su amante es apenas un efímero abrazo. Eventual filiación de indiscreciones aspirando el aroma de un cigarro. Displicente. Confiado. Irreflexivo.

La mueca de alegría continúa tatuada sobre la comisura de los labios. Como un contrasentido, una incoherencia. Como una paradoja irreprochable. Porque el trazo de sangre descendiendo por los pliegues del traje incomoda el pasar de los turistas. Hasta que el ulular de la sirena conmueve la mañana.

Tablero.

A la luz de las velas, las ventanas cerradas las aíslan del resto de la casa.
Las consultas no aluden al futuro. Ni a posibles romances. Ni siquiera al ritual de competencias con que culmina el año.
Entre miedos oscuros y miradas nerviosas, las muchachas aguardan por respuestas. Alertas sus pupilas sobre el abecedario. Las manos asentadas contra la manecilla de madera.
Ocultas en la alcoba, presumen que los padres ignoran su escapada. O al menos no sospechan los afanes en torno al artilugio convocando a la angustia colectiva en la noche del sábado.
Embriagadas de mitos y leyendas, de magias y delirios, se extravían en hondos pasadizos. Hacia donde reside el tramo de leyenda que socava sus diques de cordura al caer de los sueños.
Es que no existe audacia que resista las pisadas precisas del espanto. Sobre todo si intentan develarlas más allá de las márgenes ocultas. En donde las historias instauran pesadillas. Y las noches de insomnio deniegan salvaguardia a las visiones. A las voces ahogadas. A las llamadas de odio que las nombran.
Unidas para siempre en el recuerdo de la criatura que suspendió su vida de una soga cuando apenas contaba doce años. Doce años deprimidos, humillados por el trío de alegres condiscípulas cuya frivolidad, cuyo engreimiento las llevó a la crueldad más infamante.
Por eso, aunque ahora intentan tomarlo con sosiego, cada resolución manifestada por el punzón agudo perturba su imprudencia. Las lleva hasta el dolor. El desconsuelo. La mortificación. O la tristeza.
Entonces, prisioneras del conjuro, escuchan el siseo entre las sombras. El rastro de su aliento en los rincones. Palabras vagabundas que erradican la duda de sus rostros.
Porque el desasosiego es perceptible. Y la presencia extraña casi una infausta sombra en los espejos. Casi una escandalosa vigilancia.
Miran en derredor por cerciorarse. Para certificar que, una por una, observaron lo mismo.
Que acaso percibieron el jirón de un gemido contra el muro. El roce de una falda recorriendo los márgenes del cuarto. El sollozo profundo. Sofocado. Quebrantado en mitad de la garganta.
Presienten que después de tanto tiempo pasado ante el tablero, de tanto perseguirlo y convocarlo, el espectro, por fin, se hace presente, para entenderlas, para perdonarlas.
Pero hay algo ominoso en el ambiente. Un aura irrespirable. La siniestra memoria del estigma que extinguió todo soplo, toda fuerza, todo instinto vital, toda esperanza.
Intuyen que la risa carece de inocencia. Que retornó malévola. Perversa. Privada de piedad. Excomulgada.
Rechazada también del paraíso por su apresuramiento a contra cielo. Por negarse a aceptar más aflicciones. Por jugarse el final a todo o nada.
Ante su aparición mueren las velas. Revelan huellas leves las alfombras. Delinean un eco de ultratumba las voces en el viento.
Y aunque aceptan perdidos los días del indulto. Superados los tiempos de reconciliaciones y armisticios. Inútiles los ruegos. Las plegarias.
Ya han abierto las puertas al misterio.
Y es demasiado tarde.

Ángel

Del modo acostumbrado, con una mano cubre la boca temblorosa mientras la otra presiona la pistola contra la sien derecha.
Entonces, displicente, pronuncia intolerancias en susurro demandando quietud, sometimiento, pasividad a cambio de indulgencia.
La víctima no entiende.
Necesita obligarla a desnudarse, a tenderse de bruces en el lecho, a colocar cojines debajo de su pelvis, a morder el dolor contra las sábanas cada vez que la embiste.
Luego de eyacular maquinalmente, a pesar de sí mismo, el cañón del revólver recorre el territorio de esa espalda humillada buscando el punto exacto de la nuca donde la bala pone fin al llanto.
Se endereza despacio. Sale del cuerpo yerto. Se retira.
A la luz de la lámpara, los músculos rotundos esculpen su silueta de animal al acecho.
Con gesto indiferente pasa al cuarto de baño.
Deja correr el agua.
Expone cada tramo de su piel al jabón y la esponja borrando, minucioso, todo rastro de pólvora que pudiera implicarlo.
Ha perdido la cuenta de las veces en que segó la vida de los otros de acuerdo al protocolo aprendido en la infancia. De cuántas entrevistas mantuvo con psicólogos estúpidos o estúpidos psiquiatras. De los breves momentos en que intuyó el espanto en los ojos huidizos de sus padres.
Pero eran otros tiempos.
Todavía habitaban los suburbios. El vecindario siempre sospechaba. Y la complicidad de su silencio se hacía claramente necesaria.
Fue cuando las mascotas sucumbían, sus cabezas crecían en las cercas, en los pulcros jardines florecían las vísceras y la sangre trazaba extraños símbolos bajo algunas ventanas.
Nuevamente en la alcoba se pone el pantalón, la camisa de seda, la chaqueta de corte inobjetable. Se calza los zapatos.
El cadáver lo mira desde un asombro inmenso, inacabable. Por eso debe hacerlo.
Debe borrar su imagen para que Dios no sepa.
Para que nadie sepa.
Recién cuando las cuencas han quedado vacías y los pequeños globos están a buen resguardo, recorre el dormitorio limpiando vidrios, puertas, picaportes, superficies de aspecto sospechoso.
Después de asegurarse de que no dejó huellas, recupera el casquillo, recoge la pistola, se acerca a la ventana.
Desde los pisos altos, la ciudad se le ofrece como puta barata.
Igual que el imprudente que conoció en la tarde.
Confiado totalmente en la fina armonía de sus rasgos. Suspendido en la atmósfera elocuente de las bellas palabras. Cautivado por esos ojos grises enmarcados por cejas y pestañas densas como las sombras del olvido. Turbado por el juego de sus rizos rebeldes, de un rubio casi blanco. Obsequiando mohines entre los laberintos con que el humo desvanece el tabaco. Ignorando que hay ángeles oscuros. Y cientos de peligros desplegando emboscadas.
Sin mayor dilación pasa la puerta, entra en el ascensor, cruza el vestíbulo, diluye su figura en el anonimato de las calles.

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Acerca de la autora

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Biobibliografía

Parte de su obra ha obtenido numerosas distinciones entre las cuales se encuentran el Primer Premio y Mención de Honor Certamen Poético Provincial "Alfonsina Storni", Santa Fe, Argentina, (1988), Segundo Premio Certamen Poético Nacional "Plaza de los Poetas `José Pedroni´" Santa Fe, Argentina, (1989), Primer Premio Edición Certamen Poético Regional "Rosalina Fernández de Peiroten" Santa Fe, Argentina, (1990), Primer Premio Edición Certamen Poético Internacional "Villa de Martorell", Barcelona, España (1992), Primer Premio Internacional de Narrativa “Alicia Moreau de Justo” Buenos Aires, Argentina, (2010)
Condecorada por la Fundación Reconocimiento Alicia Moreau de Justo por su actitud de vida (1999), ha actuado como panelista, conferencista, periodista cultural y jurado en escenarios nacionales e internacionales y ejercido la Presidencia de la Asociación Santafesina de Escritores (1997-2001) y la Co-dirección de la revista Gaceta Literaria de Santa Fe (1997-2007)
En el año 2005 fue nombrada Ciudadana Santafesina Destacada por el Honorable Concejo Municipal de la ciudad de Santa Fe “por su talentoso y valioso aporte al arte literario y periodismo cultural y por sus notables antecedentes como escritora en el ámbito local, nacional e internacional”.
Fundadora y coordinadora del Movimiento Internacional de Escritoras “Los puños de la paloma”, desde 2007 ejerce la dirección de la revista de literatura Gaceta Virtual, Editorial Alebrijes y La Biblioteca, proyectos solidarios de difusión literaria que operan a través de Internet.

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